Estampas de un pasado antoniano...






















Nada que hacer…

No me queda nada que hacer en esta vida. Cumplidos los 70 años, y con una aguda esclerosis mental encima ya no tango nada que hacer. Y lo acepto con cierta sonrisa irónica en los labios que oculta mis gustos y preferencias. Porque me hubiese gustado y preferido haber hecho más cosas, y hubiese preferido cambiar algo de lo de que hice:
a) Saludar con más entusiasmo cada mañana al sol.
b) Abrir las ventanas de mi celda al despertar, y respirar el aire puro del alba.
c) Darle la mano a Dios, y amarle en cada una de sus criaturas.
d) Y jugar, sólo jugar, con todo lo que tengo al lado.

Morirse con la sensación de haber dejado tantas cosas en el olvido; morir llorando de pena por ello, no es virtuoso ni recomendable. Así que quiero morir creyendo que mi vida está hecha de retazos de tela, a mi medida, que acepto.

Al final de mi vida me he puesto a escribir, sencillamente porque no sé hacer otra cosa de más provecho para mí. ¿Ha oído hablar de aquellos monjes que se retiraban a la soledad más sorda, y que para llenar de trabajo las horas hacían grandes esteras y las deshacían una vez terminadas? No les preguntes el por qué de esa forma de actuar tan inusual y extraña. Posiblemente estos sabían que el ocio es el veneno para el hombre, y del veneno hay que librarse. ¿Cómo? Trabajando. ¿Crematísticamente? Comprenderás que para eso no se hubiesen apartado de los negocios de esta vida. Pero encontrado, en ese paraje escondido, el filón de oro, por no perderlo abandonarían todas sus posesiones terrenales.

Respetando las distancias, algo parecido me sucede a mí con la escritura: No lo hago en plan negocio, - me arruinaría - sino para llenar las horas de cada día, y poder ser un poco más feliz.

 
subir