El comportamiento...


No puedo decir que mi comportamiento se deba a la fe en mi fuerza, ni intelectualmente, ni físicamente. En las dos facetas he sido débil. Para arriesgarse en la vida no hace falta ser un superhombre. Basta con no estar conforme con lo que hacen los demás.
Tengo entendido que mi padre heredó de sus antepasados un carácter impulsivo a la vez que bondadoso y justo. No era un hombre sabio, ni corpulento; le faltaron los estudios y el alimento corporal. Era un manojo de nervios, un avispero de fuerza y genio; no lo amilanaba lo adverso, ni le hizo nunca llorar. Posiblemente, algo de esto haya heredado de él. Con relación a la fe en Dios. Mi padre, el que parecía, en ciertos momentos crueles de su vida, que se iba a comer al mismísimo Dios. A la hora de la verdad era sencillo como una paloma y de una fe inquebrantable, como lo evidencia la anécdota que le voy a contar: Se moría de una embolia mi padre. Tuve que viajar y llegué cuando se encontraba en las últimas. Me reconoció y me dijo: Francisco –para él siempre fui Francisco, como su padre- no dejes de creer en Dios. Esta recomendación la tenía guardada para su hijo el sacerdote a quien en su primera misa besó sus manos con manifiesta emoción. Quizá por esto, mi fe sea la culpable de mi aparente rebeldía y de mi inconformismo. Sé que los de fuera se ponen más nerviosos y hacen más problema de los asuntos ajenos que con el destino propio. He soportado mucha carga tocante a mi trabajo durante mucho tiempo. Pero nunca me ha achicado el peso. He apartado los escombros y he resurgido de nuevo. Como decía Julián Schnabel “soy como un rinoceronte con los pájaros que se posan en su lomo; me molestan, pero no me preocupan.” Flaco beneficio me ha hecho más de uno al llevarme la contraria: Más que hundirme me han crecido.



 
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