Campamentos...


Poner en marcha un campamento no es fácil. Aparte de lo puramente estructural, del papeleo, de contar con un número suficiente de acampados, de tener que adiestrar a jóvenes que, a primera vista, aparenten ser unos acampados más, y al mismo tiempo se impongan y den formalidad a la actividad en cuestión. Al margen de todo esto, existen otros campos que, si no por su materialidad o por su volumen de coste, tienen importancia por su implicación en el espíritu y en la formación humana de los acampados. Estos es lo que dibuja con realismo el tan escabroso y duro panorama o paisaje de esperanza, imperceptible a todos los que allí conviven.

Hay comportamientos contrarios a la obra, que al final –está demostrado- son los que dan madurez y garantía de éxito de tejas arriba y de tejas abajo. Pongo por ejemplo, que los tuyos, los de tu casa, no miren con buenos ojos el trabajo que estás haciendo. O que en vez de ayudarte pongan dificultades. Aunque, en parte les entiendo. No se me escapa el riego y la aventura en la que, de la noche a la mañana, me había metido: Trabajar al aire libre con un número, a veces hasta de 400 chavales y chavalas juntos; a la vera de un pantano; sin instalaciones fijas; con sólo el cielo estrellado como toldo. Es para estar preocupados; porque, ante cualquier fracaso, el colegio San Antonio, se vería implicado en él.

Otro punto, no menos inquietante, era comprobar en cada amanecer que cada acampado se despertaba con la sonrisa en los labios. Era la mejor señal de que habían descansado en la noche.

Otro punto, -éste garantía de los comportamientos que a lo largo del día ibas a encontrar- era formar una familia con 400 acampados de 10 a 20 años. Para ello, todos tienen que asumir ser jefes a la medida de su capacidad y edad, todos mandos, y todos acampados. Donde los mayores cuiden y velen por los más pequeños y, a su vez, éstos sean freno a las exigencias naturales de los son mayores. Sin apenas darse cuentan se ayudan mutuamente.

 
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