Con Francisco me quedo en vosotros...




A la muerte no le tengo miedo. La espero como un apagón de luz que llegó para no ver ni sentir ya nada. Además, con la esperanza de que venga precedida de un día de Sol sin ocaso.


Cuando llame a mi puerta la muerte “no puedo faltar a la cita y me gustaría que me cogiese en casa”. Quiero estar en casa desempeñando el papel que corresponda cumplir esa hora. Quiero ser yo quien abra la puerta. Aunque me cuesta aceptar a la idea de lo finito. Pensándolo bien creo que es la forma más airosa de salir de esta casa, en la que, por su condición de criatura, el tiempo la envejece y la hace inhabitable.


No recuerdo su presencia en los años de mi juventud cuando parece estar lejos de uno. Pero a medida que va pasando el tiempo, no miento si digo que la idea de la muerte ha pasado a ser un elemento familiar en mí. Estoy convencido de que es, en la creación, una regla más del juego, y como tal la debo tomar. Sé que vivo a impulso de una enorme fuerza vital, y que gracias a ella me muevo y hago con gusto lo que se me pone delante. No obstante admito que no siempre estoy entusiasmado con vivir, y sin caer en la desesperación, hay noches en las que, al acostarme, le doy gracias a Dios, si al despertar, apareciese en el Paraíso. Otras noches le pido al mismo Dios, que espere un poco, que aún me quedan cosas por terminar. Como si lo que hago fuese necesario o un tema de muerte o vida.

 
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